Ella es esposa, madre de cuatro hijos, Catedrática de Derecho Administrativo en la UNED… Ha sido también delegada de los laicos del Regnum Christi en las convenciones territoriales e internacionales y actualmente es miembro laico en la Plenaria General del Regnum Christi.
Durante el pasado mes de noviembre, Carmen Fernández participó en un encuentro que tuvo lugar en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, en Roma, sobre la vivencia de los consejos evangélicos en el mundo. Estaba promovido por un grupo de investigación dirigido por las consagradas del Regnum Christi Mª José Chávez y Vero Fernández.
Hemos querido profundizar con Carmen en los contenidos de su ponencia en esta entrevista.
En tu ponencia sostienes que los laicos han sido como de “segunda clase” a la hora de aspirar a la santidad, como si la santidad fuera más propia de quienes viven los consejos evangélicos desde la vida religiosa o sacerdotal. ¿A qué se debe esta visión?
Más bien afirmé que a veces nos percibimos como cristianos de segunda categoría como si nuestra aspiración a la santidad no fuera tan seria o fuera menos exigente en comparación con la entrega que percibimos en otras vocaciones: sacerdotes, consagradas y consagrados, consciente o inconscientemente. Pero sea cual fuere esa percepción o cuáles sean las razones, lo cierto es que hoy sabemos que estamos llamados a alcanzar, con ayuda de Dios, la misma perfección de la santidad y anhelo de cielo que el resto de fieles.
Los laicos estamos llamados a alcanzar, con ayuda de Dios, la misma perfección de la santidad y anhelo de cielo que el resto de fieles
A nosotros, los laicos particularmente, nos toca buscar su Reino y su Justicia, no retirados del mundo, sino en el mundo que nos toca vivir, en el que nuestra entrega a Dios debe aspirar a ser plena y total como en cualquier otra vocación. En definitiva, los laicos estamos llamados a ser santos en todas las parcelas de nuestra vida con una entrega al cien por cien en la circunstancia que Dios nos provea: soltería, matrimonio, hijos, familia, trabajos profesionales, política, educación, cultura…
Desde el Concilio Vaticano II se nos viene recordando quiénes somos: somos Iglesia, tenemos competencias y deberes de participar y discernir en la Iglesia y con la Iglesia. No es casualidad ni superfluo que el último Magisterio de la Iglesia insista en describirnos.
¿Los propios laicos han asumido esos planteamientos clericales? ¿Falta una formación, una teología, una catequesis… sobre la identidad de los laicos?
Sí, los hemos asumido y además no somos muy conscientes de ello. Es cómodo no ser responsable y muchas veces no lo percibimos y es que nuestra formación no es completa. Realmente es de mucho agradecer seguir recibiendo la formación que necesitamos de nuestros sacerdotes, consagradas y consagrados, pero necesitamos también recibir formación desde una perspectiva laical de la Iglesia.
El clericalismo ejercido históricamente por clérigos responde sin duda a un tipo histórico de autoridad dentro de la Iglesia: unos saben y otros aprenden; unos enseñan y otros son beneficiarios de formación. Puede en parte estar bien, pero es un estereotipo si siempre viene de los mismos y va a parar a los mismos. Y en este sentido, siempre se corre el riesgo de que, como todo estereotipo y toda inercia, se perpetúe si no le ponemos remedio.
Al clericalismo a veces -como apuntó nuestro Papa Francisco en el Discurso que ofrece al Cardenal Ouellet en el año 2016- ni siquiera lo vemos venir porque está enraizado en nuestras prácticas formativas y relacionales. Por ello, toda la Iglesia, pero los laicos especialmente, tenemos que hacer un examen de conciencia para, siendo agradecidos con lo que recibimos de nuestros hermanos sacerdotes y consagrados, dar un paso de madurez y no acomodarnos como meros beneficiarios de formación porque esto da lugar a que nuestra formación necesariamente sea incompleta y sesgada. Debemos profundizar, comprender y formarnos en nuestra propia identidad y para ello hace falta compartir la iniciativa formativa y apostólica en plena corresponsabilidad con las demás vocaciones.
Los laicos necesitamos también recibir formación desde una perspectiva laical de la Iglesia
La índole secular para el laico es su elemento esencial y esto tiene consecuencias en la vivencia de los consejos evangélicos. ¿Cómo deberían vivirse, entonces, los consejos evangélicos? ¿Es un tema de gradualidad o es algo mucho más profundo?
Bueno… la gradualidad puede ser realmente profunda… De hecho, es lo que marca el camino al cielo.
Es cuestión, como dices, de gradualidad porque la gradualidad marca nuestra mayor profundidad en la relación íntima y estrecha que mantenemos con nuestro Señor, quien nos va marcando el paso con lo que nos presenta: los acontecimientos que nos ofrece, las cruces que nos envía y la Belleza que nos regala. La santidad del laico pasa por su índole secular, no apartándonos de ella.
Hay mucha confusión entre las denominadas «llamadas», «consejos evangélicos» y «votos». A veces creemos como laicos que tenemos que renunciar a lo que somos para ir más allá en esa profundidad y entrega a Dios. Sin embargo los consejos evangélicos tienen su origen realmente en la complementariedad matrimonial porque los consejos siempre se viven en relación “a otro” y el matrimonio es su lugar originario e idóneo: la fidelidad como expresión de la castidad; la obediencia y el respeto dentro de un amor recíproco; la austeridad y la sobriedad cuando se funda una familia y, sobre todo, si se tiene el regalo de los hijos y estos son numerosos.
Somos la vocación más “enfangada” en el mundo sabiendo que nuestra santidad pasa por transformarlo
En definitiva, la espiritualidad laica -tan sumamente vinculada al matrimonio y a la familia- tiene una forma particular, originaria y secular, de vivir los consejos evangélicos. Nos puede parecer que los consejos evangélicos son cosa de otros, pero no, es cosa también nuestra. Hay un camino laico de santidad. La dimensión encarnada de la Iglesia se revela especialmente en nosotros porque los laicos estamos llamados a ser santos en el entramado del mundo, sobreponiéndonos al mundo.
Por eso, volviendo al principio, quizá nuestra percepción de pertenecer a lo más básico o elemental del pueblo de Dios proceda del hecho de que somos la vocación más “enfangada” en el mundo sabiendo que nuestra santidad pasa por transformarlo.