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- «diría a los seminaristas que emprendan intensamente un discernimiento acompañado por alguien con experiencia y sin apetencias de captación; los ejercicios ignacianos pueden ser un momento especial»
- «La actual generación de jóvenes cuenta «con grandes valores y buena preparación, pero no educados en el sacrificio, en la donación de la persona»
Su vida ha sido una dedicación constante al seminario y a los seminaristas. En esta entrevista, don Lorenzo nos comparte su experiencia personal tanto en la llamada de Dios como en su labor como Rector del seminario. También, profundiza en la vocación y los seminarios, en la importancia de la Palabra, y analiza con lucidez que da la experiencia por qué ha disminuido la entrada a ellos. También ofrece unos consejos para los jóvenes que están pensando entrar al seminario o a la vida consagrada. Entre ellos: “Que oren mucho e intensamente. Que se vacíen de proyectos propios. Que no dejen al tiempo la decisión; no llegará nunca. Y que, unidos al Señor, amen a la Iglesia, su Esposa y aprendan, como buenos hijos, a perdonar sus pecados”.
¿Qué haríamos sin sacerdotes?
Sin sacerdotes, seguiríamos siendo cristianos, pues el bautismo nos une al Señor y es imborrable. Lo que ocurre es que no podríamos celebrar la Eucaristía, ni unirnos realmente al Cuerpo resucitado del Señor. Deberíamos seguir reuniéndonos, pero como una especie de catecumenado (como ya viven bastantes pueblos), iglesia que camina a serlo plenamente, pero que no lo es del todo al carecer de Eucaristía. Escucharíamos la Palabra, como puede hacerlo un israelita o un evangélico, pero no podríamos adorar a la Palabra venida en carne como anticipación de su última venida. La fe en la Eucaristía, en nuestros días, está muy debilitada; falta verdadera conciencia de que es el sacramento de la última venida del Señor. ¿No serán dos caras de la misma crisis, la sacerdotal y la eucarística?
Entonces… ¡urge pedir al dueño de la mies que envíe más operarios!, ¿no?
Por supuesto, con ardor y esperanza. Pero en este momento habrá que intensificar la evangelización, pues ¿cómo habrá vocaciones si no hay cristianos con una fe intensa y una vida eucarística rica y abierta al servicio? Las vocaciones a la consagración o al ministerio ordenado, son como la nata de la leche, pero si esta es desnatada no dará nada. Cuando de pequeño, en la posguerra me mandaban a la vaquería a por la leche, a veces mi madre se enfadaba tras cocerla y chillaba contra los vendedores que la habían aguado: no da nata.
La fe en la Eucaristía, en nuestros días, está muy debilitada; falta verdadera conciencia de que es el sacramento de la última venida del Señor.
Una pregunta compleja, ¿por qué han disminuido las entradas a los seminarios?
Son muchos los factores, sin olvidar el principal que hemos citado: no hay leche, no hay nata. La mediocridad cristiana de tantas familias no es el mejor caldo de cultivo; la familia, como tal ya no reza, y los sacramentos “familiares” (bautizos, comuniones, bodas) se viven más como fiestas que como encuentros con el Señor. También, creo que juega con fuerza la debilidad de una generación de jóvenes con grandes valores y buena preparación, pero no educados en el sacrificio, en la donación de la persona. La libertad para una decisión libre que comprometa toda la vida da miedo.
Ocurre lo mismo en el matrimonio: ¿cuántos se casan para formar un hogar permanente más allá de altibajos emotivos? La cultura del “sentir” ha invadido la atmósfera social y ha entrado en las almas. Descartes nos redujo a pensamiento: “Pienso, luego existo” (intelectualismo). La modernidad lo cambió: “Actúo, me comprometo, luego existo” (voluntarismo). Y tras la revolución del 68: “Me siento, luego existo”. Cae el pensamiento y la voluntad, cae la libertad de la acción y se impone en muchos un narcisismo estéril de ser feliz sintiéndose momentáneamente feliz… aunque sea a costa de droga, alcohol o sexo.
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¿Dónde nacen las vocaciones: ¿en el seminario, en la parroquia, en la familia…?
El dónde y el cómo son variadísimos. Donde hay un hombre puede haber una llamada, y donde Dios llama puede haber una respuesta, un amén. El lugar, además, es secundario, pues las mediaciones suelen ser personas que se cruzan en esos u otros lugares: los padres, amigos creyentes, un cura ejemplar, un sujeto cercano roto por el vicio que invita a pensar y a tratar de ayudar… Hay que añadir que hoy, en este momento, bastantes vocaciones vienen de grupos creyentes no institucionales pero muy cálidos, a veces cerrados pero fraternales. En ellos juegan mucho las devociones emotivas: imágenes, peregrinaciones… Difícil de discernir entre una era de más honda afectividad o un mero sentimentalismo de grupo.
Diría a los seminaristas que oren mucho e intensamente. Que se vacíen de proyectos propios, que renuncien a sus bienes (sus sueños de futuro). Que no dejen al tiempo la decisión; no llegará nunca.
Después de casi 30 años como rector del seminario de Ciudad Real, ¿qué recuerdos le vienen a la cabeza?
Recuerdos de hechos aislados, muchos, pero doy más importancia al recuerdo conjunto del rectorado como tarea configuradora de mi persona. Un recuerdo que aún me hace reír: a los tres meses de mi nombramiento, me tocó abrir el acontecimiento navideño de “los villancicos”. La sala llena, el obispo presidiendo, los seminaristas preparados por cursos para el concurso.
Era una época de alta formación musical. El escenario tenía por el frente unas gradas de madera para subir y, a continuación, el revés de la zona de apuntadores. Subo todo joven y ágil, a saltos. En el último escalón tropiezo con la concha de apuntadores y caigo todo de bruces sobre el suelo de madera, con gran ruido y con las gafas por el suelo. Oigo la risa de todos aquellos monstruitos; pienso en un instante: hay que evitar el ridículo y convertir esto en una broma. Me levanto ágilmente, me pongo las gafas y me dirijo al personal: ya veis, amigos, la autoridad está por los suelos. Risas y aplausos.
El seminario para mí nunca fue una actividad. Hubo un intercambio entre él y mi persona, una influencia mutua. Lo primero que hoy recuerdo con pena fue mi inimaginable soberbia; me sentía capaz de todo y no era capaz de nada. Tardé en aprenderlo, el proceso fue largo y con bastantes desengaños y fracasos, pero también con acontecimientos muy felices: la convivencia fraterna con formadores y alumnos y, sobre todo, las ordenaciones eran momentos llenos de gozo que renovaban la esperanza y la ilusión. Era un momento en que casi no había orientaciones de arriba. Me atreví a soñar un seminario nuevo y en esa tarea profundicé en la naturaleza de la Iglesia particular.
Dije entonces que el seminario es el útero del presbiterio. Descubrí el presbiterio como lugar de nacimiento del presbítero y me sentí feliz cuando la exhortación sobre la formación del clero de san Juan Pablo II Pastores Dabo Vobis así lo reconoció en un párrafo precioso: El presbiterio en su verdad plena es un mysterium: es una realidad sobrenatural, porque tiene su raíz en el sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es el «lugar» de su nacimiento y de su crecimiento. (PDV 74, 5). Cuando tras veintinueve años salí del rectorado, tenía muy claro que la gracia tiene que ir por delante, que el seminario no da la vocación, sino que la discierne y la forma. Y que para estar al frente había que ser bastante más santo de lo que yo era. Me sentí liberado en la parroquia: en la parroquia se duerme mejor, solía decir tras la salida.
Donde hay un hombre puede haber una llamada, y donde Dios llama puede haber una respuesta, un amén.
Fue misionero durante un tiempo en Colombia, ¿también se dedicó al cuidado de las vocaciones?
No; fue una tarea parroquial. Mi estancia no llegó a tres años porque me llamó mi obispo para el rectorado. Entonces, aquellas parroquias regidas por extranjeros, casi siempre religiosos y la mayor parte españoles eran muy autónomas, demasiado. Aprendí muchas cosas en poco tiempo: en Roma había palpado la universalidad de la Iglesia, pero ahora se me abrió una nueva experiencia de iglesia universal y una necesidad nueva de evangelización. Años de la Evangelii Nuntiandi, de la guerrilla revolucionaria, de la teología de la liberación. Mi primera parroquia abarcaba tres barrios de clases sociales muy distintas. Comprobé que el conservadurismo de los ricos ya no era soportable para el pueblo, cada vez más instruido. La segunda, a las afueras, era un barrio de invasión; gente venida de zonas campesinas pobres buscando algo en la ciudad. Por primera vez el encuentro con los pobres.
Usted no es una “vocación tardía”, pero es verdad que entró al seminario con la carrera de Derecho terminada. ¿Cómo le llamó Dios al sacerdocio? ¿Cómo fue su ‘sí’?
Dios me llamó a los diez y ocho años, cuando cursaba segundo de Derecho en Valladolid. El “cruce” de un sacerdote excepcional con mi estupenda panda de amigos, me acercó al Señor y empecé a una vida espiritual. Un día, durante vacaciones de verano, fui a rezar a la parroquia. Estaba frente al Santísimo y bajo la imagen del Nazareno, a la que venerábamos todos los de aquel pueblo minero, a pesar de estar la mayoría más cerca del ateísmo que de la fe. Ignoro sobre qué recé; no tengo ningún recuerdo sobre ello, ni recordaba nada al salir, pero sí recuerdo como si hubiera sido hoy que salí totalmente convencido de que iba a ser cura, cosa que nunca me había planteado ni por asomo; convencido sin razones, sin dudas, sin preguntas.
El sacerdote estaba en la puerta y se lo comenté. Solamente me dijo que debía terminar los estudios jurídicos y, mientras, evitar lo que pudiera atacar aquella convicción. Seguí los tres años que me quedaban con harto esfuerzo, con mucho rechazo de los códigos y de las leyes; tuve uno o dos suspensos. Pero iba creciendo sin que apareciera nunca la mínima duda. Fui presidente de JEC (juventud estudiante católica) y participé intensamente en aquellos primeros momentos de la transición. Nada más terminar elegí el Seminario de mi diócesis frente a la oferta del de adultos de Salamanca. Viví un par de años entre adolescentes, pero lo pasé muy bien. Luego, la Gregoriana y la luminosa alegría de mi vida: la Teología.
El momento de entrar en el seminario es secundario siempre que haya llamada real y honradez en la respuesta.
Muchos jóvenes entran ahora así al seminario, con la carrera terminada. ¿Es mejor entrar con un poco más de ‘recorrido’?
Es mejor entrar en el momento en que Dios llama. De los seminarios menores han salido y salen sacerdotes maduros pastoralmente y santos. De las “vocaciones tardías” también. De ambos, también salen personas que nunca debieron ordenarse. El recorrido anterior a la vocación hay que volverlo a vivir y corregir. El recorrido posterior es el ejercicio de la caridad pastoral. Por tanto, el momento de entrar en el seminario es secundario siempre que haya llamada real y honradez en la respuesta.
¿Qué consejos le daría usted a un chico o a una chica que están discerniendo su entrega a Dios en el sacerdocio o en la vida consagrada?
Que oren. Que oren mucho e intensamente. Que se vacíen de proyectos propios, que renuncien a sus bienes (sus sueños de futuro). Que no dejen al tiempo la decisión; no llegará nunca. Que emprendan intensamente un discernimiento acompañado por alguien con experiencia y sin apetencias de captación; los ejercicios ignacianos pueden ser un momento especial. Y que, unidos al Señor, amen a la Iglesia, su Esposa y aprendan, como buenos hijos, a perdonar sus pecados. Hoy, además, ir preparados para encontrar pocos consagrados, ancianos, en una crisis fuerte en que el consagrado puede sentirse solo. Si Dios está en su corazón no habrá problema.